El conflictoVivimos
 una tensión, un tremendo conflicto, entre lo que se ha dado en llamar 
la “propiedad intelectual” y los derechos y libertades de los lectores o
 usuarios. A raíz de que los avances técnicos permitieron que los medios
 para reproducir y copiar los bienes culturales estén al alcance de la 
mayoría y no sean un privilegio de unos cuantos, esa tensión se ha 
agudizado y, por lo menos, ha mostrado la necesidad de una legislación 
diferente, sino es que de un cambio completo de paradigma. De un lado, 
las fotocopiadoras, el quemador de cds, los archivos compartidos en la 
red, el software de código abierto, las descargas de música, texto o 
video y su circulación relativamente libre de mano en mano o de 
computadora a computadora; del otro, el endurecimiento de las leyes del 
copyright (por ejemplo: ACTA, SOPA, Ley Sinde, etcétera), el lucro como 
valor rector, las multas millonarias a los internautas que descargan 
archivos protegidos, el fenómeno de la piratería criminal como una 
sombra que acompaña la avidez de los consorcios. De un lado las 
restricciones y, del otro, las retículas de intercambio. De un lado los 
altos precios de los bienes culturales y, del otro, el derecho a la 
cultura.
El problema es que mientras más fácil sea publicar y 
difundir libros y discos en los medios electrónicos, mientras baste 
oprimir un botón para copiar una canción o una película, por encima o 
por debajo de los candados de seguridad y de los parches a las 
legislaciones internacionales, la red de intercambios, downloads y 
archivos compartidos se extenderá y conseguirá lo que quiere, pues como 
escribe el colectivo italiano Wu Ming, pionero en muchos sentidos en la 
libre circulación de los bienes culturales, se trata ya a estas alturas 
de un auténtico maremoto.
Una legislación obsoletaLas
 leyes del copyright se originaron en el siglo XVI en Inglaterra, por lo
 que no es de extrañar que a pesar de las múltiples enmiendas y 
actualizaciones, del convenio de Berna y de la Ley del Copyright del 
Milenio Digital, sea una legislación vetusta, poco flexible para 
adaptarse a los tiempos que corren. Dicho de manera muy sucinta, el 
copyright nació como una forma en que el Estado brindaba en exclusiva a 
una casta profesional de editores (los 
stationers)
 el “derecho de copia” de toda impresión, con lo cual no sólo les 
concedía el monopolio de las imprentas, sino también la propiedad de las
 obras. En la actualidad, el copyright rige la explotación comercial de 
las obras y su fin es que sus titulares tengan derechos exclusivos para 
controlar su distribución y reproducción.
Enmascarados muchas 
veces bajo el término de copyright, en la mayoría de los países que 
siguen el derecho continental se encuentran los derechos de autor, 
impulsados a fines del siglo XVIII por el dramaturgo Pierre-Augustin de 
Beaumarchais. Estos derechos reconocen que son los propios autores los 
dueños de sus obras (al menos hasta que caigan dentro del domino 
público), a la vez que garantizan que el autor o sus herederos reciban 
algún beneficio por la comercialización de sus creaciones.
Pierre-Augustin Caron de Beaumarchais
Visto
 desde esta perspectiva, los derechos de autor parecen no sólo 
intachables sino del todo plausibles y su defensa necesaria. ¿Por qué 
quien construye una silla puede venderla o heredarla a sus hijos y no 
así el que ha escrito una novela o una sinfonía? El problema comienza 
cuando, bajo la categoría un tanto equívoca de “propiedad intelectual”, 
comparaciones como la anterior se llevan demasiado lejos y entonces se 
olvida que ni la novela ni la sinfonía son del todo equiparables a la 
silla, puesto que si bien tienen un perfil comercial y hasta cierto 
punto son también mercancías, al mismo tiempo son bienes culturales, que
 otros querrán leer o escuchar en una medida muy distinta de la que 
otros querrán sentarse en la silla. Desde luego hay todavía una 
discusión pendiente, que debería dirigirse hacia el cuestionamiento de 
lo que se entiende por “propiedad” en los casos de autoría, pero está 
claro que al comercializar su obra, el autor no se queda sin ella (como 
sí sucede en el caso de la venta de una silla), e incluso podría decirse
 que en muchos sentidos se enriquece al sacarla del cajón y hacerla 
pública.
El sesgo restrictivo, es decir eminentemente lucrativo, 
que en especial las agrupaciones y consorcios suelen imprimir al 
copyright y a los derechos de autor, que se han convertido en una gran 
fuente de ingresos corporativos gracias a que funcionan como 
instrumentos para impedir la libre reproducción y circulación de las 
obras, ha llevado a que en las últimas décadas surjan toda clase de 
movimientos críticos para contrarrestarlo y en algunos casos ponerlo de 
cabeza, bajo la premisa de que dichas restricciones no siempre son 
legítimas y con frecuencia entran en conflicto con las libertades y 
derechos de los lectores y los usuarios.
La otra cara de la monedaAsí
 como un autor tiene derecho a comercializar lo que un tanto 
pomposamente se ha denominado “los frutos del espíritu”, así el lector o
 usuario también tiene (o debería tener) ciertos derechos, que por lo 
general no son reconocidos o le son escamotados sistemáticamente. 
¿Derecho a qué? Como una extensión natural del derecho a la cultura(1), a
 gozar del arte y beneficiarse de los avances científicos, debería tener
 el derecho de leer lo que quiere leer, de ver, escuchar, reproducir y 
estudiar lo que le interesa. También debería tener la libertad de 
redistribuirlo y circularlo a quien crea que le pueda interesar y, desde
 luego, a nutrirse de aquello que ha leído o visto o estudiado para 
crear nuevas obras del espíritu, incluso si son meras parodias, 
pastiches o regurgitaciones.
Pero enunciado así, el derecho a la 
cultura(2) y las libertades de los lectores y usuarios, que a primera 
vista suenan razonables y defendibles, se topan con el derecho también 
legítimo del autor de beneficiarse económicamente de lo que ha 
producido. Es verdad que le gustaría que su novela circulara y fuera 
leída por el mayor número de personas posible, o que el disco lo 
escucharan tanto en las discotecas de Moscú como en los radios de pilas 
de Guatemala, pero también le gustaría vivir de lo que hace, obtener 
ganancias de sus obras y así estar en condiciones de seguir haciendo lo 
que le gusta, que es, según el caso, escribir o componer música.
En
 términos generales el lector o escucha puede acceder a un libro o a las
 canciones de un disco si paga por ello; una vez hecho esto puede, con 
ciertas restricciones, copiarlo para su propio disfrute o para el 
disfrute colectivo si no persigue fines de lucro; también puede 
prestarlo, regalarlo, etc., o bien revender el libro o el disco (que no 
sus copias), por ejemplo en tiendas de segunda mano. Está claro que de 
estas copias ulteriores sin fines de lucro y de la reventa de materiales
 usados el titular de los derechos de autor no obtiene un beneficio 
económico directo, pero sí consigue que su obra sea leída o escuchada 
por más gente (esto es, mayor difusión), lo que a la larga puede 
redundar en nuevas ventas, tanto de ésta como de sus demás obras. Desde 
luego el lector o escucha también puede ir a la biblioteca o encender la
 radio y no pagar un centavo, pero la codicia de quienes ostentan el 
copyright ha hecho que las restricciones se extiendan incluso a estos 
campos, como es el caso de muchas editoriales que en Estados Unidos y 
otros países han prohibido el préstamo público en bibliotecas o lo han 
condicionado al pago de una cuota.
Los aires levógiros del copyleftEl
 copyleft y otras licencias como Creative Commons surgieron como una 
alternativa a las tensiones generadas en los últimos tiempos por el 
endurecimientos de las leyes del copyright y los derechos de autor. El 
objetivo inicial era que, en lo que se refiere al software, el usuario 
tuviera la libertad de ejecutar, copiar, distribuir y desde luego 
enriquecer los programas. Uno de los principales defensores de este giro
 ha sido el programador y activista Richard Stallman y su movimiento a 
favor del Software Libre. La idea central que está detrás de todo ello 
es muy sencilla: sin renunciar a los derechos que posee el autor, que 
sea él mismo quien decida cómo difundir su software y hasta qué punto 
puede ser copiado, puesto en circulación y modificado. Gracias a una 
leyenda que hace las veces de licencia o de instrumento legal, otorga el
 derecho a utilizarla, modificarla y redistribuirla como mejor le 
parezca. De esta manera tanto el software como las libertades asociadas a
 su uso y disfrute se convierten en elementos legalmente inseparables.

Los
 aires del copyleft no sólo soplan en el software, sino que se han 
adaptado a diversos medios, como la literatura, la fotografía o la 
música, y a la fecha son ya pocas las ramas de la cultura que no se han 
visto sacudidos y beneficiados por él. Al reproducir un texto con 
licencia copyleft se deben acatar los deseos del autor siempre que sean 
legítimos, es decir, siempre que a su vez respeten las libertades 
fundamentales del lector o usuario para ese tipo de textos. Si el autor 
exige, por ejemplo, que cada lectura de ese libro le sea remunerada de 
cierta manara, estará contraviniendo la libertad del lector de, por 
ejemplo, prestarle el libro a quien quiera o de leerlo en voz alta a sus
 hijos, por lo que sus deseos dejan de ser legítimos.
Más allá de
 su utilidad práctica, lo que el movimiento del software libre hizo ver 
con toda claridad fue que los derechos del autor debían tener también 
límites y estar acotados en función de las libertades y derechos de los 
usuarios, pues de otra forma se vuelven abusivos y francamente voraces.
Libertades y derechos de los lectores Una
 vez que se enfoca desde esta perspectiva la tensión actual entre la 
“propiedad intelectual” y las libertades de los lectores o usuarios, 
surge la pregunta de cuáles son los derechos y las libertades de cada 
cual y de ambos en consonancia, pues no tiene caso que la legislación en
 materia de copyright y derechos de autor siga modificándose y 
adaptándose a la revolución tecnológica sin tomar en cuenta el otro 
lado, el correspondiente a los que leerán, duplicarán, disfrutarán o 
pondrán en circulación esas obras.
Richard Stallman, en su caracterización del software libre, ha enumerado cuatro libertades básicas del usuario:
0) La libertad para ejecutar el programa sea cual sea su propósito.
1) La libertad para estudiar el funcionamiento del programa y adaptarlo a sus necesidades.
2) Libertad para redistribuir copias y ayudar así a los amigos.
3) Libertad para mejorar el programa y luego publicarlo para el bien de toda la comunidad.
¿Pueden
 extenderse estas libertades básicas al lector o espectador de bienes 
culturales? ¿De qué manera garantizar las libertades del lector sin 
contravenir los derechos legítimos de los autores?
Dos de las 
libertades básicas de los usuarios que propone Stallman presuponen el 
acceso al código fuente del programa, lo cual permite hacer una analogía
 y sugerir que las libertades del lector o espectador (aunque habría que
 encontrar una palabra más abarcadora y sugerente) comienzan 
precisamente con un derecho fundamental, no reconocido hasta hoy: el de 
estar en condiciones de acceder a las fuentes. Los estudiantes de música
 se lamentan de que deben comprar partituras a un costo muy elevado, no 
importa si se trata de autores que han entrado en el domino público 
desde hace mucho, o bien, como suele ser el caso, recurrir a las 
fotocopias, cuando podrían estar a la disposición de quien las necesita 
en una base de datos. Otro tanto puede decirse de los libros fuera de 
circulación o los artículos especializados, que si uno no tiene acceso a
 la Biblioteca del Congreso en Washington DC mejor haría en suponer que 
nunca existieron, tan inencontrables y escurridizos resultan. Y ya ni se
 diga películas o cuadros…
Si se garantizara el acceso a las 
fuentes (es una discusión pendiente hasta qué punto podría ser 
gratuito), se rompería al menos con el apabullante elitismo que existe 
en el acceso a la cultura, que suele estar restringido a gente con 
recursos o a académicos, y al menos se daría un paso claro para darle 
cuerpo y contenido al hoy borroso y más bien olvidado derecho a la 
cultura. Aunque faltaría esclarecer qué se entiende en cada caso por 
acceso a las fuentes, la idea general sería que el músico interesado 
pudiera tener en sus manos la partitura de la obra que le interesa, el 
estudiante de arquitectura contemplar los planos de un edificio, un 
lector cualquiera descargar el archivo de texto del libro, etcétera.
Contra la idea de propiedad intelectualLa
 propuesta del libre acceso a las fuentes se enfrenta, como es obvio, al
 inmenso escollo de que la naturaleza de las obras culturales es 
problemática. Por un lado, tienen un perfil de mercancías, están sujetas
 a las leyes de la oferta y la demanda, y tanto los autores como sobre 
todo las corporaciones que las comercializan se benefician de su venta. 
Pero, por otro lado, tienen también un perfil distinto, que las 
emparientan con los bienes comunes, y pueden ser equiparadas a un regalo
 o una contribución que el autor hace a la tradición, a la humanidad, o 
más modestamente, a la lengua o a los amantes de la ópera, o a la 
historia de los cómics o del cine amateur, etcétera.
Pese a que 
la mayoría de las legislaciones del mundo reconoce un derecho de 
propiedad a los autores o titulares de derechos sobre obras del 
intelecto humano, el concepto de propiedad intelectual es una 
generalización tan basta y simplista que termina por ser confusa y a 
veces perniciosa, no sólo porque en aras de un núcleo común más bien 
exiguo entre legislaciones cercanas pero muy distintas, difumina la 
disparidad entre los derechos de autor, las patentes y las marcas, cuyas
 leyes se originaron de forma separada y con intereses diferentes, sino 
porque equipara la propiedad intelectual con cualquier otra forma de 
propiedad, por ejemplo, con la propiedad de objetos físicos o 
extensiones de tierra. ¿Es la creación artística o la producción de 
conocimiento del tipo de cosas que cabe comparar con la compra de un 
terreno o de una lámpara?
Antes de que se reconocieran los 
derechos de autor, las obras artísticas no eran propiedad de nadie sino 
que más bien eran patrimonio de todos. No tiene mucho caso repetir que 
La Ilíada y la Odisea no habrían llegado hasta nosotros si, en contra de
 su condición de bienes comunes, hubieran sido sometidas a restricciones
 tanto en lo referente a su circulación como a su transformación y 
perfeccionamiento. Tampoco tiene mucho caso insistir que así procede la 
creación artística también en nuestros días, y que otro tanto puede 
decirse de la innovación científica y los inventos tecnológicos: a 
partir de un patrimonio común, de un entramado social complejo en el que
 por supuesto existe el mérito individual, pero siempre inscrito en una 
trama de prácticas y tradiciones que lo hacen posible y lo rebasan.(3)
¿Lo
 que sugiero es desaparecer el copyright por consideraciones más bien 
hegelianizantes, en donde cada creación habría de ser considerada una 
voluta más del gran magma del espíritu? No exactamente, pero sí que el 
copyright se someta a examen y a una reforma concienzuda, pues, además 
de anticuado, está pervertido por la avaricia y el abuso, además de que 
en el mundo real, pese a la ampliación y el endurecimiento de sus 
restricciones, está perdiendo la batalla: día y noche en la mayoría de 
las computadoras caseras del mundo, en las papelerías de la esquina, en 
los café-Internet, se verifican violaciones a una legislación que no ha 
sabido reorientarse y ser sensible a las libertades y derechos de los 
lectores y los usuarios.
Las gigantescas y cambiantes retículas 
virtuales están haciendo saltar por los aires los demasiado anquilosados
 convenios internacionales en la materia, y parece que mientras más 
candados y códigos de acceso, más multas y amenazas se implementan, más 
rápido crecen y mutan y se adaptan los mecanismos para compartir 
información entre los amigos, una práctica a la que muchos denominan 
“copia no autorizada” y otros más insisten en tachar, con bastante 
confusión y mala leche, como “piratería”.
Vista con cierta 
distancia, esa carrera es por completo desigual: mientras que la 
legislación del copyright se actualiza y endurece cada cierto tiempo 
(cada tantos años que se reúnen los organismos internaciones), la 
retícula de intercambios y libre circulación se desplaza a la velocidad 
de los megabytes por segundo. Dueños hasta cierto punto de los medios de
 producción, pero sobre todo dueños de los medios de re-producción como 
nunca se habría imaginado Marx, los que tenemos la sartén por el mango 
somos los usuarios. Puesto que las leyes de copyright se enmiendan de 
espaldas a los lectores y sus derechos, nada más natural que nosotros le
 demos también la espalda al copyright.
Un nuevo enciclopedismoDurante
 la Edad Media surgieron proto-enciclopedias (por ejemplo las de 
Marciano Capella o san Isidoro) que tenían la intención de rescatar la 
cultura clásica que corría el riesgo de desaparecer con la invasión de 
los bárbaros. Con intenciones didácticas, construyeron auténticas “arcas
 de Noé del saber” que se proponían salvar ¡y lo consiguieron! los 
restos de cultura de la quemazón bárbara, de los continuos autos de fe 
de los invasores. Por su parte, durante la Ilustración, la Enciclopedia 
de D’Alambert y Diderot, de la que son herederos casi todos los 
proyectos enciclopédicos actuales (incluida la Wikipedia), tenía como 
cometido difundir el saber, propagarlo, de allí que lo que buscaran 
fuera en primer lugar el compendio, la síntesis y unificación del saber 
(en la tradición cartesiana, los artículos tenían como dos de sus 
valores centrales a la claridad y la concisión).
San Isidoro de Sevilla
La
 invasión de los bárbaros hoy adopta otras formas no menos destructivas y
 terribles para la cultura, por lo que se antoja imprescindible un 
rescate del tipo que emprendieron Capella y san Isidoro: no es sólo que 
el imperio del mercado tienda a la homogenización y atente contra la 
diversidad cultural, sino que literalmente hay una serie de bienes 
culturales que se están perdiendo, o bien porque no se reeditan, porque 
no hay mercado suficiente, porque los patrimonios son saqueados o están 
en ruinas, porque los acervos se incendian o porque las guerras a favor 
de la democracia en el mundo terminan por destruirlos. Con excepción de 
las novedades y los best-sellers, uno tiene que rascar un rato para 
encontrar la obra de un autor ni siquiera demasiado marginal u oscuro, y
 ya no se diga si lo que está buscando es el patrón de los mosaicos en 
las villas romanas o la trascripción literal de los evangelios 
apócrifos.
De modo que está, de una parte, la importancia de la 
conservación frente a la barbarie, por ejemplo frente a la de quienes 
quieren hacer de las pirámides de Teotihuacan la sede de un espectáculo 
de luz y sonido. Pero por otra parte, con los medios electrónicos 
actuales, es posible imaginar un nuevo tipo de enciclopedismo que, a 
diferencia del de D’Alambert, no esté restringido al saber compendiado, a
 los artículos que difunden el conocimiento, sino que se expanda al 
acceso directo a las fuentes, entendiéndolas en sentido amplio, como se 
dice cuando se le pide a un estudiante que vaya a las fuentes, es decir,
 que lea a los autores directamente y no sólo a sus comentaristas. La 
idea más ambiciosa sería que se garantizara el acceso a las fuentes de 
todo lo que se ha producido gracias a una base común, a una tradición 
cultural viva: patentes de medicinas, partituras de compositores, planos
 de monumentos, código de software, yacimientos arqueológicos, 
secuencias de código genético, y, por supuesto, libros, fotos, vídeos, 
etcétera.
Dicho en pocas palabras, el objetivo sería: A) rescatar
 el espíritu de las proto-enciclopedias medievales pero sin que se 
restrinja a una elite de eruditos y escolásticos, sino a cualquiera que 
tenga acceso a una computadora con Internet, y B) ampliar los postulados
 del iluminismo y del 
sapere aude
 a fin de que en lugar de andarse por las ramas de la divulgación se 
pueda ir directamente a la raíz, a las obras, por lo menos a su 
correlato virtual.
Final ilustrado: la librery(a) de BabelQuiero
 concluir con un breve análisis de la babélica iniciativa de Google 
Libros, que tiene algo de borgesiano e infinito en su raíz (es lo más 
cercano a la biblioteca universal de la humanidad), con la cual se 
pretende digitalizar y poner en línea todos los libros disponibles que 
ha publicado el hombre, ya sea en copia virtual íntegra o en vista 
parcial, y hasta hace unos meses con independencia de lo que opinaran 
los titulares de los derechos de autor. La iniciativa, que de algún modo
 podría estar en consonancia con esta propuesta de acceso a las fuentes,
 ha dado lugar a toda clase de interpretaciones sobre sus propósitos: 
que si en el fondo persiguen el lucro puro y duro, que si son los 
adalides de lo que se ha dado en llamar “la democratización de la 
cultura”, que si se trata de la infracción a los derechos de autor más 
descarada y sistemática…
El problema de fondo con la iniciativa 
de Google, más allá de cómo se resuelvan las demandas de derechos que ha
 recibido en cascada, es que sería una empresa privada trasnacional la 
que tendría en su poder todo el acervo libresco de la humanidad, con los
 peligros que ello conlleva en cuanto a su explotación comercial 
monopólica o, por qué no, la eventual bancarrota del hoy muy firme 
emporio. Al comienzo no estaba claro si el proyecto de Google Libros 
apuntaba hacia una inmensa librería donde se gestionarían libros sobre 
demanda, o bien hacia una Biblioteca de Babel en el Ciberespacio, de 
allí que hubiera voces que no sin candidez lo consideraran un gran 
proyecto altruista. El hecho de que se descubriera que el consorcio de 
los motores de búsqueda ya tenía listas las imprentas de tirajes cortos 
para producir ejemplares en cuestión de minutos, y el reciente anuncio, 
en la Feria de Frankfurt, del lanzamiento de una librería digital en la 
naciente rama de Google Editions, han despejado el panorama: lo que se 
está construyendo es la librería (digital y en papel) más grande y 
variada que se haya conocido jamás. Será apetitosa, sin duda, pero eso 
no tiene mucho que ver con las expectativas un tanto románticas que 
había generado, expectativas según las cuales, por ejemplo, la 
literatura por fin circularía libremente en la red. (El caso es que 
entre biblioteca y librería hay una diferencia sustancial, no importa si
 creemos que “library” se traduce como librería.)
Pero una vez 
que Google ha esclarecido sus propósitos, la idea de esa biblioteca 
virtual sigue en el aire. La UNESCO, por ejemplo, ya ha lanzado al 
ciberespacio una 
Biblioteca Digital Mundial
 (www.wdl.org/es) con el objetivo de permitir al mayor número posible de
 personas acceder gratuitamente, mediante Internet, a los fondos de las 
grandes bibliotecas del mundo en varios idiomas. Proyectos de esta 
naturaleza, si fueran impulsados y sostenidos a largo plazo, sin duda 
crearían un contrapeso al ejército de escáneres codiciosos de Google.
Sin
 embargo, creo que la creación de una biblioteca de esas características
 colosales podría realizarse si se emprende colectivamente, por todos y 
para el beneficio de todos (un poco como funciona, desde sus comienzos, 
el 
Proyecto Gutenberg: 
www.gutenberg.org), un esquema en el que todo aquel que esté interesado 
podría subir a la red, cumpliendo ciertos requisitos en los que haya 
previo consenso sobre su digitalización, los libros, partituras o 
revistas que le apasionan y que no están incluidos en la base de datos, 
de forma que el proyecto se universalizara gracias al compromiso común 
y, a la vez, su incesante robustecimiento no dependiera de una empresa 
determinada. Quizá bajo una lógica de participación y mejora en el 
espíritu del procomún, la biblioteca atraería más y más obras, al 
alcance de más personas y con la garantía de que no se perdería su 
accesibilidad.
El acervo podría ser considerable aun si se 
limitara, por respeto a las legislaciones vigentes en materia de 
derechos de autor, a obras de dominio público, por un lado, y a obras 
con algún tipo de licencia copyleft, por el otro; pero ya entrados en 
materia, no estaría mal que bajo la presión de bibliotecas digitales 
gestionadas colectivamente, de una vez se sometiera a examen la vigencia
 del derecho patrimonial (que en México, según decreto de 2003, alcanza 
los cien años 
post mortem auctoris,
 uno de los más dilatados y quizá insensatos del mundo), así como la 
sospechosa tendencia a incrementar cada tanto ese plazo en beneficio de 
unos pocos.
El acceso a las fuentes (o lo que quizá se podría 
llamar “el derecho a encontrar lo que buscas”), para que sea mínimamente
 viable ha de construirse de la mano de una revisión de las leyes de 
derechos de autor y de copyright que no desatienda los derechos de los 
usuarios, procurando que se logre una conciliación armoniosa y no, como 
sucede en la actualidad, una fricción que termina en los tribunales. 
Gracias a Internet, el dominio público podría volverse efectivamente 
cada vez más público.        
       
 El
 Artículo 27 de la Declaración Universal de Derechos Humanos (diciembre 
de 1948) reconoce este derecho, que figura justo antes de los derechos 
autorales:
“1.
 Toda persona tiene derecho a tomar parte libremente en la vida cultural
 de la comunidad, a gozar de las artes y a participar en el progreso 
científico y en los beneficios que de él resulten.
2.
 Toda persona tiene derecho a la protección de los intereses morales y 
materiales que le correspondan por razón de las producciones 
científicas, literarias o artísticas de que sea autora.”
*** Texto publicado en el libro El retorno de los comunes, Fractal/Conaculta, 2011.Este
 texto puede ser reproducido total o parcialmente, por cualquier  medio o
 método, siempre y cuando sea con fines no comerciales y se  reconozcan 
los derechos morales del autor. 
Etiquetas: ACTA, Copyright, SOPA
			  # posted by Manuel Olías @ 18:58 
